Me declaro errante por naturaleza. Me gusta andar por el mundo sin que esto signifique que siempre tenga los medios para hacerlo, lo cual es espantosos si pensamos que para la persona a la que le gusta andar errante, el encierro obligado equivale a purgar prisión perpetua. A ciencia cierta, ni siquiera puedo ir más allá del limitado espacio geográfico donde vivo ya que las obligadas tareas mundanas de subsistir económicamente me atan la mayoría del tiempo a mis deberes pero esto no significa que no pueda escaparme de vez en cuando y echar a andar por las calles sin rumbo y sin horario. Al principio me consolaba imaginando que realizaba maravillosos tours por las calles de Grecia, Roma, Paris, China…hasta que se me acabó la imaginación pues si nunca había estado en esos lugares era altamente improbable que pudiera disfrutar de las maravillas que, según los entendidos, nos ofrecen. Así entonces, un día opté por aceptar mi cruda realidad y salí a la calle dispuesta a disfrutar del paseo. Al principio fue fácil. En las calles hay una cantidad inagotable de maneras de divertirse. Eso pensé mientras aguardaba en la esquina el cambio del semáforo para cruzar al otro pero pronto cambie de idea. El ruido de los carros era atemorizante, como una sinfonía infernal se sucedían rugidos acompañados de chirriar de llantas en los acelerones y para completar, cada taxista tocaba la parte que le correspondía aporreando el claxon de su coche, a veces de manera muy respetuosa para llamar la atención de los posibles viajeros y otras (las más) para recordarle a otros chóferes que eran producto de la maternidad. Por fin cambió el semáforo y presa de la angustia me apresuré a cruzar sintiendo el corazón acelerado temiendo no llegar al otro lado antes de la próxima estampida.
A salvo en la seguridad de la banqueta recordé aquellos tiempos en que los niños solían jugar en las calles y las mujeres las regaban y barrían pues al fin y al cabo eran como una extensión de su vivienda pues estaban ahí para permitir entrar y salir cómodamente.
¿Recuerda usted, amable lector, aquellas callejuelas que por las tardes se convertían en anexos familiares cuando la abuela sacaba a la banqueta su mecedora y los niños se congregaban a su alrededor para escuchar las historias que contaba? La calle recogía las risas y murmullos y las atesoraba por nosotros, por eso cuando vuelve uno a recorrer esas calles donde vivió se desatan tantas añoranzas. No es nuestra mente, creo yo, si no la calle que nos derrama todos los recuerdos que conservó.
Ahora, la vida ha dado giros y las calles antes tranquilas se han vuelto dilatadas arterias donde el metal navega. Puede uno calificar el desarrollo de un lugar por sus calles. Las hay muy anchas y llenas de puentes que se ostentan como monumentos de progreso pero al mismo tiempo como una ofensa a la naturaleza pues el asfalto contribuye al calentamiento global tan llevado y traído en estos tiempos. Otras son más austeras, se anda lentamente por ellas porque se corre el riesgo de quedar atrapado en alguno de sus grandes hoyancos (señal de que el presupuesto de gobierno no alcanza para mucho o de que algún político listo aplico aquello de “este es el año de Hidalgo, sonso el que deje algo”)
Lo cierto es que las calles han sufrido una metamorfosis. De simples caminos vecinales hechos a golpe de pasar por ellos una y otra vez evolucionaron hasta convertirse algunas en maravillas de la ingeniería. Avenidas tan anchas como lo necesite la exorbitante mancha urbana como en el caso del Distrito Federal donde ya han necesitado hacer una calle encima de otra calle para poder desplazarse.
¿Además de servir como vías de comunicación tiene las calles otros usos? Yo pienso que sí. Son lugares de trabajo cotidiano para muchas personas, desde aquellas que ofrecen un ramo de gardenias, los que te asean el parabrisas, los que venden semillas, cacahuates, los que piden limosna, voceadores y en fin, una gama inimaginable de actividades que nos muestran por un lado la inmensa necesidad del pueblo y por el otro, su gran capacidad creativa para buscar el sustento ofreciendo en las esquinas sus productos a los compradores potenciales. También sirven para las causas sociales. Son el medio masivo de expresión más económico pues, salvo el cansancio natural, no cuesta nada hacerse escuchar tomando las calles por asalto organizando marchas u obstruyendo indefinidamente el paso de alguna importante vía asegurando de este modo cobertura no sólo nacional, si no internacional pues con eso de las comunicación satelital en un minuto dan la vuelta al mundo las imágenes (muchas, no tan edificantes).
Algunas se convierten en escenarios por donde desfilan tragafuegos, equilibristas, payasos, danzantes, faquires, malabaristas, etc., que adueñándose del espacio se juegan la vida ofreciendo a los espectadores su espectáculo a cambio de unas monedas. Otras son invadidas por mercados rodantes, puestos de antojitos callejeros, imprescindible muestra de la gastronomía mexicana y, también de nuestros malos hábitos higiénicos y alimenticios. Entre las calles también hay clases sociales. Algunas nacen de buena cuna pues tienen la suerte de estar en los lugares donde vive la gente rica y se mantienen limpias y en buenas condiciones, a veces hasta tienen jardines en el centro pero otras son callejuelas pobres por estar en las zonas olvidadas, en aquellas colonias las calles son apenas el espacio desnudo, como una cicatriz sobre la tierra.
De día, las calles están vivas, palpitantes pero algunas se vuelven peligrosas por las noches, calles a las que les tocó en suerte adquirir mala fama por los actos vandálicos que los mal vivientes realizan en ellas. Son estigmatizadas y la gente rehuye transitarlas.
No se a usted, pero a mi me gustan las calles por las noches, desde luego no las mencionadas arriba, si no aquellas donde la profusión de luces parece convertirlas en joyas rutilantes. Por la noche el tráfico disminuye y se puede disfrutar de un tranquilo paseo por sus aceras. A sus orillas el paisaje se transforma, casi es otro mundo donde uno se puede sumergir tranquilamente, ¿Alguna vez ha visto desde el aire la ciudad por la noche? Yo sí. Es un espectáculo único. Las calles se transforman en ríos de luz amarillos y rojos. Pienso que si entonces la Tierra es observada desde otro planeta debe semejar un sol maravilloso destacando en la inmensa oscuridad del firmamento.
Si todo evoluciona: ¿qué pasará con nuestra civilización dentro de algunos miles de años? ¿Seguirán las calles siendo el medio de desplazarnos de un lado a otro por excelencia o desaparecerán obsoletas si encontramos la forma de ir a donde queramos con el simple accionar del pensamiento? La situación actual de nuestro planeta las involucra aunque todavía las veamos como algo pintoresco. Es verdad que abusamos del medio ambiente recubriendo la superficie terrestre de concreto. Hacer una calle implica asesinar un poco: se talan árboles, se extinguen las hierbas, se propicia la contaminación.
Es cierto que no podemos prescindir de ellas, el modo de vida que tenemos las exige pero es tiempo de pensar si vale la pena sacrificar nuestro habitat en aras del progreso. Quizá no podamos dar marcha atrás en el punto al que llegamos pero sí se puede encontrar alternativas que mitiguen el daño provocado al abrirlas. Tal vez habría que rodearlas de árboles para purificar el ambiente y paliar el efecto de calentamiento, tal vez utilizar materiales que no sean contaminantes en su construcción. Quién sabe hasta donde una inocente calle pueda ser considerada causa de deterioro ambiental.
Quizá los trazos que hoy nos son tan necesarios un día no sean más que huellas sobre un planeta donde la vida se extinguió asfixiada entre hormigón y asfalto.
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