Por: José Jaime Ruiz

Yo no sé si en el regazo de Doña Perpetua queden algunos versos para las generaciones abajo.

Yo me quedo, sin embargo, no sólo con la primera línea, con el primer verso del que nos habla José Javier Villarreal y tantos otros, me quedo con la construcción hacia fuera, hacia la noche y sus constelaciones. Escribe José Javier: “El poema está ahí, en el cielo, brillando, con todos los materiales propios de la tierra”.

¿Quién dice que la poesía no sirve para nada? Si San Eduardo Zambrano ha pagado con poesía a los dioses y a los días y a la soledad y al amoroso y a las decepciones: “Con poesía compré tiempo aire/ para volver a ponerme en contacto/ con la vida.”

Porque “Bajo Dios toda creatura es demonio entre la esencia”, Ofelia Pérez-Sepúlveda venera y alaba la palabra, el lenguaje y la mirada de quien ve sin palpar pero sabe todo, es decir, lo esencial: nadie es indispensable, menos para la memoria.

Iván Trejo repite a Jean Paul: “Yo y vosotros no tenemos Padre”. Jesús anduvo por el Universo y la paternidad de todos tan buscada quedó en sufriente orfandad y el grito hacia adentro fue suspendido en las comisuras del alma: “quién dijo que no te podían cremar/ quién que no debíamos verte/ que frente sobre tu pecho con los ojos desbordados/ qué mano enredada entre tu pelo/ qué puño sobre tu carne hundiéndose/ qué grito ahogado y no el mío.”

Javier Acosta y el viento entero y eterno que hace de las palabras hojas de otoño porque las brujas son como las musas. Escribe Javier: “Las brujas quieren que te vuelvas loco,/ A veces te perdonan y te vuelven loco,/ a veces te castigan y te vuelven loco”. Los trabajos del poeta, y de los mejores poetas que todos llevamos dentro y que nunca se manifiestan porque, es cierto, el poeta de carrera, el centinela de la vida y no de la poesía, nunca los deja salir, siempre, siempre, los mantiene a raya.

Guillermo Meléndez atusa la descripción de los lugares efímeros con sus ojos entrenados para la ironía. Más cuento que canto, las descripciones de Meléndez desnudan bares porteños y cantinas tierra adentro. Contrapuntos que emperifollan y follan entre Takuboku y un tepiteño, entre Pascal y sus paisanas de sobacos sin rasurar. Meléndez sigue enviciado en la virtud de sus palabras.

La naturaleza muerta en Gabriela Cantú Westendarp se convierte en naturaleza viva, pero sosegada. La fruta es el vegetal, pero también el cuerpo humano, ambos diseccionados por la daga y su quirúrgica precisión que hace del cuello río, del río mar, mar que devuelve lo opuesto: ante la blancura la negritud y ante el mar la nube que llora lluvias. Como en San Sebastián, para que el cuerpo sea cuerpo, Cantú Westendarp intuye que dagas, flechas y fauces tienen que horadar.

Borges y Bradbury, horrorizados, contemplan a Joe, el matón, disparando a mansalva contra la biblioteca universal. Para hacer literatura hay que asesinar la literatura, esa es la moral del personaje autobiográfico de Arcadio Leos porque, al final de cuentas y de cuentos: “la galaxia es un momento/ pequeño/ como la cantidad de palabras que existe para nombrarlo”.

Los inmigrantes no son aquellos. Los inmigrantes somos nosotros. Alguien secuestró nuestro territorio y nuestros días, y ahora somos inmigrantes, personas ajenas en nuestra propia ciudad, en nuestro propio tiempo. Desde la madurez decantada, Óscar Efraín Herrera nos dice: “Por lo demás, cuando me busco en la memoria/ me encuentro a ése que fui/ y a una ciudad que ya no existe”. Ceniza de aquellos fuegos, escribe Óscar Efraín en su homenaje a Gabriel Zaid: “No el fuego ni la brasa,/ sino la ceniza que canta”.

Rem Koolhass se preguntaba acerca del ciberespacio: “Pero, ¿puedes ser más que un paseante? Ya que la gente existe como cuerpo, tiene que ‘estacionarse’ en algún lugar”. Soledad como reducto y como una letanía donde la vela encendida se transfigura en pantalla luctuosa. Por eso Darío Casas exclama: “Ventanas iluminadas a media noche,/ Y la mujer de servicio,/ paseando el trapeador por el ciberespacio”.

Minerva Reynosa abigarrada en la lucha letra a letra, sílaba a sílaba, palabra contra palabra, lucha cuerpo a cuerpo en la retórica de un erotismo tántrico y barroco: “saliendo del amor ilesos como la última vez juntos”. O: “y yo pienso en ti sin grito ni can ni sol sin menstruar ya”.

El jardín abolido y calcinado en Sergio Pérez-Torres. Ese jardín que ya no da frutos sino licores, tequila que reposa en aquella frase lapidaria de Malcom Lowry: “Te gusta este jardín que es tuyo, evita que tus hijos lo destruyan”. El jardín es ahora la garganta saciada y excluida: “ni un Mensaje del vacío en la Botella,/ el Vidrio parecía más enorme entre mi Boca”.

Anna Kullick está llena de olvidos, silencios, de abrazos idos, de abandonos porque sabe que la mayor presencia es la ausencia. Y dice: “El silencio contesta que el olvido/ tiene por venganza tragarse dimensiones/ alimentarse de la luz”. Sombríos sí sus versos, nunca oscuros. La página se deshace en la página y sabia nos derrama: “También de no escribir se escribe”.

Nadie es dueño de su pasado, alguien dijo que la nostalgia es un recuerdo que se aleja, un recuerdo que se va desvaneciendo, por eso, al volver a casa, Luis Javier Alvarado se emputa y dice: “No quiero hablar con pútrida poesía/ Para nombrar las cosas simples que nos llenan”. Monterrey se disuelve más rápido que el poeta porque el poeta nombra a la ciudad intacta, ajena a la emoción y a la poesía. Y yo en verdad os digo: sin poeta, toda ciudad es maldita.

Armando Alanís nos recuerda que el triunfo de lo importante es lo menos importante porque lo importante está en las pequeñas cosas, no en lo penetrante sino en lo furtivo. Ningún detalle es minimalista porque el minimalismo es retórica y pocas veces estética. Abrevar en la brevedad que pesa: “Ajeno al arrepentimiento/ busco una metáfora optimista/ y sinceramente no la encuentro”.

Si en García Lorca hubo cólera por Nueva York, en Natalia Luna la emoción ante la ciudad se adelgaza y, enhebrando ironía, sus fotografías nos devuelven la lucidez poética de los abismos porque no hay mayor abismo que un escaparate citadino: “Diríamos más bien que los antídotos/ son para ahuyentarnos de nosotros mismos/ de ese monstruo que parece inofensivo/ mirando los aparadores”.

La fauna poética de Moisés Ayala va del rincón al infierno. El cadáver ya no sueña con la vida, pero sí con la imposición de la vida y el mito vital de la condena. Condenado el cucaracho: “Los cucarachos sabemos/ que el reloj/ es terco”. Y condenado el vampiro: “caminar entre las brasas que consumen las rodillas de humanos mal muertos y maldecidos”. Efímero como el cucaracho o eterno como el vampiro, el poeta se sabe condenado al potro del tiempo.

Los temas de Lupita Pérez están entre los demonios de la tentación y la soledad después del nosotros de un cuarto de hotel. La tentación habitada y una soledad sin exorcismos. Se abre un paréntesis como se abre el mundo: ahora la poeta recuerda su ser en la Tierra, a los hombres, a los perros y a la normalidad que nos regresa a la bipolaridad: “Sin razón aparente/ lloro/ el café se enfría/ y un niño flaco recolecta granos/ para alguna corporación/ dueña del mundo”.

La felicidad de la infancia sin apuros. La inocencia primera en el mejor sentido de la palabra, como quería Antonio Machado. Eso y más son los poemas de Leticia Herrera donde el mundo sigue siendo el mundo, la familia, la familia, y el candor es honradez y no ingenuidad: “qué orgullosa yo y hasta cantando/ soy un pobre venadito que habita en la serranía…/ no se vino la plomada desde el/ nacimiento/ yo no sé de qué me quejo”.

Desde el margen del mundo, Luis Aguilar dibuja sus personajes: quien acecha en la prolongación de los parques; el tío cachondo y borracho que enseña la primera y última lección del amor: quiero a quien me quiera como se canta en todo amor perdido; el grito sordo y el llanto más acá de los adioses; la muñeca que encontró en el puño del hermano la perfecta mandíbula. Y así dice Luis: “Pensar nada si como pareciera que no, pero se puede. Se trata sólo de esperar a la impaciencia”.

La pureza como pasividad retráctil en la metáfora del hombre de Jorge Saucedo. Para el poeta, el hombre ha sido arrojado a la intemperie. Escondido de Dios, hombre y poeta contemplan, sin transformar, el mundo y los mundos. Dice Jorge: “es el hombre más puro/ camina cuando duerme/ y cuando sueña está de pie/ sabe vivir/ está muerto”.

La súplica imperativa para el olvido, para el añoso desdén de los días porque lo que se quiso amado es apenas el resquicio de un olvido que vuelve. Así Sofía Gabriel: “La mentira asomando por los poros, el camino de regreso a mi esperanza”. Y también: “No, nunca me escribas,/ para poder marcharme sin el remordimiento/ de quien abandona al/ hijo enfermo”.

Margarito Cuéllar se quiere cercano a Gonzalo Rojas: “En mi biblioteca no hay libros/ sólo contenedores de sueños/ manuscritos sobre barras de hielo/ obras selectas del fuego/ antologías del aire”. El instante no sólo pasa, el instante se incendia como el gallo de Huidobro. Pero también el vértigo del futurismo, y la risa por el futurismo, en una bicicleta que tiene alma, sosiego, no velocidad.

La noche esencial del Enuma Elish, la noche esencial de la epopeya de Gilgamesh revive en los poemas de Nervinson Machado. Pero la arcilla original es ahora plástico y las tablillas balas y perforaciones en esta violencia latinoamericana donde los buitres, concéntricos, acechan desde la Nueva Babilonia y su Capitolio: “el que adoquinó caminos con tablillas de barro para que los soldados norteamericanos supieran por donde nos habíamos escondido”.

La continencia de Armando Joel Dávila adquiere, en la piel del poema, el signo de la herida. Herida como palabra, palabra que no llega a cicatriz. La sobria borrachera de Armando ilumina sus oscuridades. No es un poeta solar, sí es un poeta de luminosidades: “Mi ebriedad quizá se trasluzca / En luz negra de las viñas griegas/ Y se refleje en estos ojos / Como un resplandor incubado/ De un vértigo que rompe mi presente”.

Lucía Yépez no es una amorosa que calle, es una amorosa que habla y escribe sobre el cuerpo del poema y sobre los cuerpos entrelazados que a veces son amor y muchas veces muchas desamor. Si de brujas se trata, hay que desandar de abajo arriba para encontrar la santidad encarnada. Y “Si de amores se trata”, dice Yépez: “estamos jodidos”.

La hermandad profiere voces sin consuelo en Alejandra Segura, ya que “los condenados nos condenan,/ nos sentencian a esperar/ a morir en la desesperación y la tristeza/ para ser muertos también y bailar con ellos”. La única esperanza es la condena, a menos que uno mismo o una misma se hipnotice en sus propias palabras y encuentre en la esperanza ese corazón quieto enunciado por Alejandra.

El contrapunto entre el sol alfonsino y la pelota efímera tiende un manto de sombra en la poesía de Margarita Ríos-Farjat. En el fondo Sol y pelota son nada ante el paso del tiempo. El miserable tiempo que hace que olvidemos el juego, el fruto de la mañana o el mendrugo vesperal. Margarita se deshoja y canta: “¿Dónde están mis ojos que la miran?/ La miran y la miran fresca/ interminable ámbar, fruta en vilo./ Abro los ojos y se va, ¿en dónde está?/ Nunca volverá a mi mesa./ No.”

Dueño del abismo y de la niebla, Gerardo Ortega tirita frente al mar y, claro, sigue exhausto de tanta realidad. Y la realidad sigue siendo femenina porque las presencias abisales de Gerardo no pueden no ser femeninas. Ante la sirena, Gerardo es todo oídos y, al contrario de Odiseo, no hay mástil que detenga su pálpito: “Quizá exista en su memoria/ pero no creo sobrevivir a tanto abismo/ como las flores que desaparecen de tanto no mirarlas”.

Laura Fernández pregunta: “¿Por qué no me abrazas mientras duermo?”. Porque en el mapa de Oniris y en la isla de Stevenson hay más de una equis sobre la cama. Laura Fernández sabe que esa equis no es parte de ecuación sino resultado de ecuación que espera un complemento: la función del abrazo. Pero también, más acá de la matemática está el vómito de una mujer esdrújula, ahogada en su inteligencia y que, por supuesto, lo único que da es miedo.

Jehú Josué Coronado López y la visión de los vencidos: la visión del poeta henchido de muerte, la visión derrotada por el idiota, la visión del esclavo soñando ser un ser libre, el deseo abolido antes del enamoramiento y las ausencias que triunfan, como la suya triunfó: “como si te fuera anduve/ como si tuvieras algo de mí que ya no podía impartirse en clase/ me detuve como la cinta en la memoria/ como el cassette rebobinado en la video”.

El prodigio está en la palabra de Rosa María Elizondo. De la palabra nace el hecho extraordinario del angelical idioma. De la palabra nace que del aparato telefónico brote un pájaro o que la propia Rosa María sea una rama remando en la genealogía del lenguaje: “Y yo, húmeda y desnuda aún/ dentro del vientre de mi madre/ remo y remo… entre cada palabra/ desperdigada de mi árbol genealógico”.

Alexandra Botto desconfía de la mansedumbre de Eva porque la mujer no es Eva, ni siquiera su metáfora. Rastro y rostro cuando acude al hombre y dice: “Bajo las córneas tiernas y encendidas de mis amantes aún busco el rastro del que fuimos tú y yo”. Por eso prefiere elegir y no adentrarse en la pasividad de cualquier destino: “Fingí que le creía, adoré su imagen de dios entre la niebla y el agua. Y lo dejé./ Porque todo ocurre así, como diría Einstein, y nadie es lo que parece”.

La luminosidad en María Elena Espinosa es pubis, ojo, espejo, faro y sexo. Los resabios de la inocencia perdida hacen complacencia de la mirada y por eso la luz ilumina todo. Aquí no hay claroscuros porque todo delata luz como en Van Gogh quien desperezó su idioma pictórico alejándose de ciudades. Y dice María Elena: “Nácar tu desnudez/ por el convulso verde de los mares.// Sombra distante./ Punto focal el velo de tu pubis”.

Todo payaso denota compañía, mas nunca vemos una parvada de águilas, es imposible. Salvador de la Vega transita entre la filiación a la tierra –se sabe que los payasos calzan grande– y la grandilocuente soledad del águila: “Y cuando el ojo del universo/ el sol/ vea un águila volando libre/ no estará viendo otra cosa/ sino mi espíritu”. Pero también: “Payaso de los payasos/ haremos de cada día una fiesta/ para burlarnos de la vida”.

En el límite de la ecuación manifiesta la secuencia. Lo hace Ignacio González Cabello quien da a la matemática un sentido de voluptuosidad. La grafía deja de ser grafía y vuelve a ser imagen: una apuesta donde se escribe y se describe el cuerpo exaltado por su propia naturaleza geométrica. La fotografía, así, se vuelve memoria, un débil punto, un momento: “La fuerza descriptiva de mi lengua multiplicó el nombramiento de las cosas…”.

Verso Norte 2010 / Bitácora de voces. Universidad Autónoma de Nuevo León. Secretaría de Extensión y Cultura. Posdata Editores. 2011.