martes, 15 de marzo de 2011

CRÓNICA DE UN DÍA CUALQUIERA




9 de la mañana, la modorra apenas se despeja con el primer bostezo. La cocina. A toda prisa descongelar el pollo y hacer lo necesario para dejar los alimentos preparados. Debo ganarle al tiempo si quiero disfrutar el programa del día. Salgo a las 12 en punto con la mochila al hombro. No olvido nada: el cuaderno de apuntes, la cámara, mis lentes, El Nombre de la Rosa (que aparte de leerlo me sirve de ejercicio por lo mucho que pesa). Abordo el Metrobús. Es una bendición que este climatizado, el bochorno es infame. ¡Bendito Monterrey con su clima tan cálido! Abro el libro, página 323, voy avanzando si tomamos en cuenta que sólo leo en el transporte este libro. Me faltan algunas para llegar al final de las 776. En Juárez, el tráfico incesante. Espero. La dos de la tarde, es hora de comida en esta urbe de asfalto. Mi cita llega a punto. Un rincón en la Fonda del Rey del Barrio Antiguo nos acoge. La comida casera y la cháchara alegre son un rito que disfrutamos juntas. Después, el cafecito y la plática de sobremesa con los dueños del lugar. Ya casi son las 4. _Vámonos al Taller- me dice y con desgano abandono el frescor del patio de la fonda. ¿Tienes mucho manejando? le pregunto a mi amiga cuando la veo dar una vuelta de bandido en una esquina. _60 años-me dice y pienso para mí “creo que se te está olvidando”. Me río de mi ocurrencia pero es mi yo fantasioso que no se queda quieto. Por fin en el taller. Dos horas divertidas, estirarte, moverte, tocar al compañero (esto me está gustando), observarlo, hacer gestos, decirle una palabras como si fuera el inicio ancestral del primer lenguaje. Recuéstate, relájate, abre tu percepción, agudiza el oído. La música me invade, cantos, ruidos, graznidos de ¿gaviotas? cuerdas en armonía, sonido de campanas y mis ojos cerrados. De repente acontece que no hay oscuridad dentro de mis párpados. Un matiz diferente empieza a pulsar dentro del ojo. El lila palpitante le da paso al magenta y luego va al azul y al negro y nuevamente al morado y azul. Cambia la música y cambian los colores, ahora todo es verde, de repente son ramas coronadas de crema. Alucinación. La práctica termina. Soy más conciente ahora del poder de mi cuerpo. Relájate. Regresa a la realidad, toma un papel y escribe. Y escribo y me completo, escribo en diez renglones lo que me dijo el cuerpo.

Pulso.
Dentro de mí, el sonido habita.
Me celebro en el cuerpo,
en cada movimiento me celebro.
Un graznido se adhiere a mis oídos.
Vibro.
Azules y morados se suceden
vertiginosos
introspectivamente ciertos.
Giro, este cuerpo es vehículo
donde mi ser cohabita.



Son las 6 de la tarde y salgo a toda prisa, mi día aún no termina. Un concierto me espera. Dos horas escuchando a J. S. Bach y a L.V Beethoven son un regalo.
Un piano, un violonchelo y la música clásica deleitan mis sentidos. Observo a los concertistas, la sonrisa en los labios y su faz transfigurada me dicen que gozan lo que hacen. Una muestra fehaciente de que el arte es elevación del espíritu. Me dejo subyugar por lo acordes. Adagios, allegros, preludios se suceden en rítmica sonoridad interpretados magistralmente por el Dúo Casals. Cada instrumento aporta su especial sonoridad, reflexiono en que son como los seres humanos: únicos en su grandeza pero cuando se combinan hay una transformación que embelesa el oído. Se complementan, se complacen, se retan, los sonidos se trenzan, se deslizan uno contra otro, bajan, suben, juegan y la magia me atrapa hasta hacerme sentir que está dentro de mí y vibro como las cuerdas que hace vibrar el músico. Mi cuerpo es una caja de resonancia, cada fibra de mi ser se tensa y me vuelvo instrumento donde late la música que llena estos oídos.
Y después de la música continúo el recorrido. Cambio de compañía –¡cuidado con atravesarse en mi noche de juerga porque te involucras! Tomamos un taxi para llegar a tiempo Recorre Zaragoza con lentitud, es la hora de tráfico. Ni modo, hay que armarse de paciencia. Unas cuantas cuadras recorridas y el taxímetro me arranca veinte pesos. Caray, aún así llegamos tarde, mejor nos hubiéramos venido a pie-refunfuño ya un poco fastidiada (quién me manda querer abarcar tanto en un día). Por fin llegamos, el café Nuevo Brasil nos acoge con su sencillez y el cálido saludo de Eligio. Es noche de poesía. La voz de Iván Trejo nos envuelve y sigue resonando en mis oídos cuando regreso a casa. Ha sido un día cualquiera.

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